Puerta de hospital. Banqueta del reclusorio. Pasillo de una estación migratoria.
María Magdalena no huyó.
No se escondió cuando todo se vino abajo.
No renegó del que había amado.
Ella permaneció.
Junto a la cruz. Junto al cuerpo. Junto al sepulcro.
Fue testigo del perdón… porque sabía lo que era ser mirada con misericordia.
Fue discípula del Camino… porque el suyo había sido largo, doloroso y lleno de piedras.
Y fue la primera en ver al Resucitado… porque fue la última en marcharse.
En la ciudad, muchas Magdalenas siguen caminando:
— la madre que espera fuera del reclusorio con la bolsa del mandado,
— la esposa que no suelta la mano del que yace entubado,
— la hermana que busca en los archivos a su desaparecido,
— la mujer que sigue creyendo, aunque ya nadie crea con ella.
No llevan títulos. Ni púlpito. Ni poder.
Pero llevan la fuerza de quien ha sido amada profundamente… y no olvida.
Y Cristo, en su modo inconfundible,
las llama por su nombre.
No con voz de trueno,
sino con ternura reconocible.
Porque Él nunca olvida a quienes no lo olvidaron en su hora más oscura.
Donde todos se van, María se queda.
Donde hay abandono, María espera.
Y donde parece que todo ha muerto…
María es la puerta de la Resurrección
Fuentes: Cristo en la Ciudad - Catholic.net